Texto: Andrés López Sánchez.
Fotos: Berta Peinado, Andrés López Peinado y Andrés López Sánchez
Corren tiempos difíciles en los que el modelo energético utilizado hasta la fecha, basado en la explotación de combustibles fósiles, da sus últimos coletazos. La contaminación atmosférica, su impacto directo en el cambio climático y el agotamiento paulatino de los recursos, fuerzan a los poderes fácticos a la búsqueda de nuevos modos de abastecimiento energético. Mientras unos países parecen decantarse por el desarrollo y mejora de la energía nuclear, otros, inspirados por el alto riesgo de escape de las centrales y la gran dificultad para el almacenamiento y tratamiento de sus residuos, han apostado por las denominadas energías verdes, también conocidas como energías limpias, renovables o sostenibles.
Hasta ese punto el planteamiento parece lógico, necesario e incluso deseable, pero aparentemente se ha obviado que para que estas nuevas fuentes de energía puedan denominarse de este modo y ejercer efectivamente de verdes, limpias, renovables o sostenibles, han de serlo en realidad, minimizando el impacto ambiental, paisajístico, económico o social que provocan en sus puntos de implantación o desarrollo. Si el cambio de modelo energético se hace al más puro estilo colonialista, invadiendo algunos de los ecosistemas más sensibles e interesantes, ocupando una parte todavía inalterada del territorio y afectando tanto a la gran variedad de especies de fauna y flora allí presente, como al paisaje y al paisanaje que lo habita, preserva y mantiene desde hace siglos, deja de tener sentido apostar por el cambio.
Para que el nuevo modelo sea sostenible ha de permitir el desarrollo de las comarcas dónde pretende asentarse, pero garantizando además, a toda costa, la preservación las condiciones preexistentes. Este modelo energético, así planteado, no solo no cumple esta importantísima premisa, sino que aboca a un drama social, paisajístico y ambiental sin precedentes, con posibles pérdidas de biodiversidad irreversibles. Un coste inasumible a cambio de unos recursos que sobrepasan con mucho las necesidades energéticas de la comarca a explotar y que van destinados a satisfacer la demanda creciente de consumo de grandes núcleos urbanos ajenos a la problemática ambiental, paisajística, económica y social que genera su producción. A todo ello cabe añadir la poca eficiencia que supone producir la energía lejos de su zona de consumo principal, dada la pérdida energética que implica el transporte desde la zona de origen hasta sus destinatarios finales.
La falta total de respeto por el paisaje en los últimos años con la implantación creciente de multitudinarios parques eólicos, que han borrado buena parte de la personalidad y el perfil de sierras y cordilleras, ha sido la nota dominante. En apenas un par de décadas hemos sido testigos de la transformación histórica de muchos montes y su esencia más primigenia. No se ha tenido en cuenta la importancia de lo que nos fue legado por nuestros mayores y se ha hipotecado el futuro paisajístico de los que nos habrán de suceder, sin consultarles, sin plantearnos si realmente ese es el mundo que querrían recibir de nosotros.
Avergüenza sobremanera pensar que sea ésta, nuestra generación y no otra, la que ha sido una de las más agresivas y transformadoras del entorno, la responsable de una de las mayores modificaciones paisajísticas de la historia y en un tiempo récord. No nos conformamos con demediar, sectorizar y subdividir las vegas, los secanos y los viñedos con el trazado y la construcción de carreteras, autovías y líneas de Alta Velocidad, que en realidad no nos están conduciendo más que aun despoblamiento progresivo, cada vez más acentuado, de las zonas rurales, sino que poblamos las crestas, las vertientes y las cimas más inaccesibles con descomunales aerogeneradores.
A esto se sumó una red viaria de caminos y pistas forestales de nueva creación que alteraron las faldas y laderas y permitieron un acceso masivo a zonas antaño poco o nada visitadas y alteradas, con implicaciones asociadas como molestias o afectación a especies de flora y fauna sensible o mayor riesgo de incendios forestales. Paralelamente, para obtener el fruto de este ordeño energético se colmó el campo y los dilatados horizontes de gigantescas torres metálicas y miles de kilómetros de tendidos de cables que acercasen a las grandes ciudades, últimas y verdaderas destinatarias de toda esta urdimbre tejida en las alas del viento.
Quizá tengamos tan pocos escrúpulos que seamos capaces de mirar hacia otro lado para evitar que el nuevo paisaje nos sonroje, con tal de poder seguir cargando nuestro teléfono móvil o manejando nuestro ordenador personal, pero el impacto de los aerogeneradores va mucho más allá de lo que simplemente molesta a la vista. Son cientos de aves las que a diario colisionan con las gigantescas aspas que usurpan sus tradicionales vías en el cielo, miles de murciélagos los que pierden directamente la vida por culpa de estas infraestructuras que nunca antes habían estado allí. En cada collado, en cada traspuesta, un molino en movimiento permanente puede terminar con la vida de un buitre (Gyps fulvus), un alimoche (Neophron percnopterus) o un quebrantahuesos (Gypaetus barbatus). Ninguna especie está exenta del riesgo, desde la más común a la más amenazada, el gigante de hierro no hace distingos y puede dejar caer sus letales extremidades en el momento menos apropiado, más de una vez sobre un gran bando migratorio desorientado en una desafortunada mañana de niebla, provocando una seria y silenciosa catástrofe.
Otras aves como las grandes águilas no solo perecen por impacto directo contra los aerogeneradores, sino que pueden hacerlo al colisionar con cualquiera de los múltiples cables que trasladan la energía obtenida desde las subestaciones eléctricas a los puntos de destino. Estudios recientes señalan que algunas rapaces nocturnas, como los cárabos, modifican sus hábitos de caza y el establecimiento de sus territorios reproductivos como consecuencia de la contaminación acústica que produce la fricción del aire de las grandes aspas, haciendo rara o muy escasa su presencia en las inmediaciones de parques eólicos.
Ahora, conquistadas las altas cumbres, una nueva amenaza se cierne sobre las partes más llanas, sobre las tradicionales vegas de cultivo, las escasas parameras o los desangelados eriales. La energía solar, ese invento de nueva creación, capaz de transformar la luz y pujanza del sol en dinero disfrazado de kilowatios/hora, anda a la caza de incautos. Se busca agricultores desencantados, viñeros venidos a menos, jubilados en ciernes, soñadores del éxodo rural, gentes del agro poseedores legítimos de las tierras a los que engañar con cuentas de colores y conformar con las migajas de un pastel que se adivina más que apetecible. No importa que se afecte al sistema agrícola tradicional de una comarca entera, al castigado empleo temporal ligado al campo, al complejo entramado social de unas ya muy afectadas zonas rurales en grave riesgo de extinción.
La instalación de grandes superficies de plantas fotovoltaicas puede terminar de dar la puntilla a muchas pequeñas poblaciones rurales que hoy subsisten aferradas a un cultivo determinado, a una Denominación de Origen que las ampara y genera el poco empleo que hace que una escuela, un centro de salud, un bar o una biblioteca no se cierren, provocando el definitivo abandono de otro núcleo rural más de la que se ha dado en llamar la España vaciada. Y más que se va a vaciar cuando se cierren las explotaciones agrícolas que hoy nutren el tejido social y económico de estas zonas a cambio de un puñado de monedas, que en realidad van a enriquecer a las grandes multinacionales que producen y suministran la energía. Cuando el sistema quede obsoleto, cuando ya no sea rentable la energía fotovoltaica, quedarán pueblos vacíos, paisajes deteriorados, ecosistemas inertes, algo que se debería evitar y prevenir a toda costa, pensando en el presente más inmediato y sobre todo en el futuro de los que habrán de venir. Tal vez ese sea el objetivo final de estos nuevos cazatesoros, conseguir el abandono total de estas tierras, lo que haría más fácil la ocupación del territorio excusados en la búsqueda de energías alternativas. Pero lo que se va ya no vuelve.
Si se instala el número de hectáreas de placas solares previstas, el paisaje agrorural y la economía local van a verse muy seriamente afectados, así como actividades tradicionales tan ligadas al medio como la ganadería extensiva o la caza, aunque la peor parte va a llevársela la fauna, especialmente las especies dependientes de determinadas zonas esteparias donde está prevista la instalación de algunos de los parques y donde perviven algunas de las últimas poblaciones de calandrias (Melanocorypha calandra), gangas (Pterocles alchata), ortegas (Pterocles orientalis), alcaravanes (Burhinus oedicnemus), sisones (Tetrax tetrax), aguiluchos cenizos (Circus pygargus), aguiluchos laguneros (Circus aeruginosus), son lugar de paso o invernada para otras aves como avefrías (Vanellus vanellus), grullas (Grus grus), chorlitos carambolos (Charadrius morinellus), esmerejones (Falco columbarius) o aguiluchos pálidos (Circus cyaneus), área de caza para especies tan sensibles como el águila perdicera (Aquila fasciata), el águila real (Aquila chrysaetos) o el alcotán (Falco subbuteo), además de enclaves de especial interés para el asentamiento de especies amenazadas o muy raras, como el águila imperial (Aquila adalberti), el elanio azul (Elanus caeruleus) o la avutarda (Otis tarda). También se verán afectadas negativamente especies hasta ahora comunes como pueden ser la perdiz roja (Alectoris rufa) o la liebre ibérica (Lepus granatensis), de interés económico y social para la población rural.
Necesitamos fuentes alternativas de energía, pero no a cualquier precio. No podemos condenar a nuestros pueblos y su forma tradicional de vida a la desaparición, no debemos privar a múltiples especies de animales de los últimos reductos donde arraigar y sobrevivir por el mero capricho de poner luces de Navidad a finales de septiembre en un centro comercial o sembrar de innumerables farolas, parcelas inhabitadas de polígonos industriales en proyecto. La gestión de la energía es una asignatura pendiente que ha de revisarse. La ubicación de los nuevos parques eólicos o fotovoltaicos debe someterse a unos estrictos estudios de impacto ambiental llevados a cabo por entidades totalmente objetivas y no por empresas privadas susceptibles de lamer la mano que les da de comer.
Existen modelos actualizados de aerogeneradores mucho menos invasivos, lugares alternativos para la colocación de paneles solares, como canales de riego, cubiertas de naves industriales, zonas de aparcamiento urbano, techados residenciales, autovías, etc., que otros países, con muy buen criterio, están potenciando y utilizando. Hemos de instalar esos nuevos captadores de energía donde menos daño puedan hacer al campo y a sus pobladores para seguir avanzando con nuestras necesidades cubiertas, pero sin comprometer el que habrá de ser el patrimonio de las generaciones futuras.
En la Comunidad Valenciana son muchos los lugares donde ocurren muerte de rapaces, se de un lugar donde ha muerto ocho Búos, por no aislar los postes de alta tensión. El guarda forestal está cansado de reclamar el aislamiento. Esto ocurre en Pedralba.